Aunque Séneca opinara que “la seda sólo sirve para que nuestras mujeres muestren en público lo mismo que enseñan a los adúlteros en la alcoba”, se trata de un tejido que por su naturaleza, su perfección y suavidad no parece terrenal. De hecho, desde la antigüedad se convirtió en un símbolo de distinción y nobleza para quien podía permitirse el lujo de pagarla.
Los chinos eran los únicos que conocían el secreto de su elaboración, y su transporte desde China y la India por el Medio Este hasta las puertas de Roma, bien valía su precio en oro.
Siempre custodiada por historias de aventuras, maravillas y tesoros, la Ruta de la Seda significaba para muchos comerciantes grandes sumas de dinero, para otros, el gran placer de poner rumbo a lo desconocido en un viaje que podía durar años como el que emprendieron personajes de la talla de Alejandro Magno, Marco Polo, Vasco de Gama o el español Rui González de Clavijo.
Gracias a sus memorias hoy conocemos los detalles de esta ruta comercial, que no sólo transportaba seda, también piedras preciosas, ámbar, especias, vidrio, marfil…, etc. Mercancías exuberantes que deleitaban a los compradores más exigentes.
El inicio de la ruta de la seda: de los caravasares a Samarcanda
A lo largo de la ruta, debido al tránsito regular de comerciantes y caravanas fueron surgiendo pequeños refugios conocidos como caravasares, donde los viajeros tenían por costumbre parar a descansar y de paso, aprovisionarse del alimento y agua que pudiera faltar para los camellos y demás animales.
Con el paso de los años y gracias al intenso desarrollo del comercio, estos núcleos se convirtieron en prósperas y ricas ciudades residencia de cortes fastuosas como lo fue Samarcanda durante el siglo XIV.
El temido Tamerlán
Fundada por el famoso guerrero Tamerlán (también conocido como «Timur El Cojo»), cuentan que en sus conquistas perdonaba la vida a los artistas y se los llevaba a Samarcanda para que convirtieran la villa en una de las mayores y más esplendorosas capitales de Asia. De hecho este influjo artístico se observa en el nombre con que bautizó muchos de los exuberantes jardines que componían la ciudad como: la “Pintura del mundo”, el “Jardín del Paraíso” o la “Pradera de la piscina profunda”.
Ahmehd Ibn Arabshah, un escritor y viajero árabe que vivió bajo el reinado de Timur menciona en sus escritos estos jardines y describe como los ciudadanos ricos y pobres paseaban por ellos cuando Tamerlán marchaba a la guerra, «y no encontraban nada más maravilloso ni más bonito que aquello, y no había ningún lugar de descanso más agradable y seguro; y sus dulcísimas frutas eran para todos».
Es difícil imaginar como un guerrero de la talla del Kan Timur (Tamerlán) pudo crear una ciudad con una belleza de esa que sólo describen los cuentos y al mismo tiempo, hacerse tan temido. Dicen que llegó a aniquilar al 5% de la población mundial en el siglo XIV.
Rui González de Clavijo, el «embajador español»
Sin embargo, eran muchos los monarcas que le rendían pleitesía desde cualquier parte del mundo, como el caso del rey Enrique III de Castilla quien en 1403 envió una embajada presidida por Rui González de Clavijo para presentarle sus respetos y contribuir con numerosos regalos.
Este madrileño tardo tres años y medio en finalizar el viaje, y como relató posteriormente, durante los 75 días que permanecieron en Samarcanda asistieron a numerosas fiestas, en las que comprobaron la grandeza de la corte timúrida, y conocieron de primera mano algunos de los asuntos de la política asiática del momento. El gran Kan murió de fiebres a los 68 años, poco después de que Clavijo emprendiera su viaje de vuelta a casa.
En homenaje a esta delegación española, Tamerlán decidió construir en Samarcanda una avenida con el nombre de Rui González de Clavijo y un barrio llamado Madrid que todavía hoy conserva el nombre.
Ciudades sagradas
No obstante, hasta mediados del s. XIX, al viajero normal no le permitían entrar en algunas poblaciones de la Ruta de la Seda. En el caso de las ciudades sagradas de Bujara y Jiva, la osadía era castigada con la muerte.
Una rara excepción es la historia del húngaro-oriental Armin Vambery, que dominando perfectamente el lenguaje y las costumbres de la tierra, y siendo consciente del riesgo al que se exponía si era descubierto por el Kan, se atrevió a entrar en la ciudad de Bujara disfrazado de derviche.
Uno de los días, cuando ya tenía ganada la confianza del emir, se engañó a sí mismo golpeando el pie contra el suelo al ritmo de la música, un acto propio de la cultura occidental. Como consecuencia el emir le hizo llamar, pero terminó perdonándole la vida alegando que ningún extranjero había tenido tanta valentía como la que había demostrado Vambery.
Una visita imprescindible: Bujara
Hoy en la ciudad de Bujara, o Bukhara-i-Sheriff (noble y sagrada) una de las visitas imprescindibles es la imponente ciudadela llamada Ark. Dicen los libros que debido a las sucesivas guerras era constantemente derrumbada y posteriormente restaurada hasta que un buen día, los hombres de la sabiduría ordenaron su construcción siguiendo la forma de la constelación de la Osa Mayor, y nunca más que se sepa, volvió a sufrir ningún daño.
Un detalle de ésta fortaleza es que está franqueada por un león labrado en piedra. Curiosamente la estatua sólo tiene un ligero parecido al rey de las fieras, debido a que el artesano que la esculpió nunca había visto un león y únicamente se pudo guiar por una descripción verbal y su imaginación para trabajarla. Esa capacidad de creación fue suficiente para complacer al emir, cuyas normas y mandatos debían ser cumplidos sin «peros», sobre todo, una vez se accedía al interior del Palacio de Bujara, al que sólo se puede llegar a través de un portón.
La misma puerta que tiempo atrás tuvo que atravesar el extranjero Vambery disfrazado de derviche, no sin antes reparar en el enorme látigo que colgaba del frontón y que se utilizaría sin piedad alguna con cualquier intruso que se atreviera a infringir las normas.
Unas reglas estrictas y claras
Las reglas del Palacio de Bujara eran estrictas y claras, pero si algo las distinguió siempre del resto fue su exclusivo lujo. La sala del trono, donde el emir recibía a los visitantes importantes estaba constantemente llena de pomposos cortesanos vestidos con telas de oro y brillantes. Eso sí, no todos tenían el privilegio de entrar en esta sala, los sirvientes y esclavos tenían prohibido incluso mirar con el rabillo del ojo, y ni los invitados ni los cortesanos podían dar la espalda al emir en ningún momento. Al retirarse de la sala debían andar hacia atrás hasta tocar la pared con la espalda, y sólo entonces les era permitido mirar hacia la salida.
Museo vivo bajo el cielo abierto: Jiva
Pero si con estos relatos que acabo de narrar no he conseguido acercarte a los cuentos de las Mil y una noches, entonces sólo tienes que visitar Jiva, una ciudad conocida por ser un museo vivo bajo el cielo abierto. Tan sólo en el barrio de Itchan-Kala o ciudad antigua, hay 53 monumentos históricos declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y es que una vez que cruzas alguna de las cuatro puertas que simbolizan las direcciones del mundo, es como si retrocedieras en el tiempo varios siglos atrás.
La leyenda cuenta que el origen de Jiva está relacionado con el pozo Jeivak, alrededor del cual se construyó la ciudad y que aún hoy se conserva dentro de las murallas. Relatan que el agua de este pozo tenía un sabor maravilloso, y que se cavó según la orden de Sem, hijo del profeta bíblico Noé.
Lo cierto es que Jiva formaba parte del antiguo oasis que constituía la última etapa de las caravanas antes de que se adentraran de nuevo en el desierto en dirección a Irán. Esta ubicación, hace que el viaje en carretera se haga un poco pesado, y que coger un avión a Urgent, la capital, aunque salga algo más caro, valga completamente la pena.
Honestamente es una pena ir a Uzbekistán y no descubrir esta mágica ciudad de cuento, en la que no faltan ejemplos de la arquitectura islámica como sus cinco minaretes situados en línea a 200 metros uno de otro, mezquitas como la Djuma -con sus más de 300 columnas diferentes labradas en madera de olivo-, o los mausoleos y las madrazas como la de Muhammad Amin Kan con capacidad para 260 alumnos.
La historia de la madraza Muhammad Amin Kan y del haren del Kan
Llama la atención la belleza de su minarete Kalta-Minor o minarete corto, revestido en su mayor parte de azulejos color turquesa. Al caer la tarde y con el reflejo de los rayos del sol, los antaño azulejos ahora parecen engarces de piedras preciosas y lapislázuli. Lo anecdótico de este minarete es que se construyó con la idea de convertirlo en el más grande de toda Asia central, pero la obra se vio interrumpida con la inesperada muerte del Kan Muhammad en 1855.
Las malas lenguas dicen que no se terminó porque fue el mismo Kan quien ordenó tirar al arquitecto del minarete tras enterarse de la propuesta que le había hecho el Kan de Bujara de construir otro minarete mucho más alto en esta otra ciudad.
Así era el Kan, y es que ni sus propias mujeres, que podía llegar a tener hasta cuatro, estaban a salvo en el haren. Si alguna no agradaba al Kan en algún momento, podían ser repudiadas con sólo la pronunciación de la palabra “talak”, que significa fuera, vete. Si así ocurría, la mujer tenía que abandonar el haren sin poder coger nada, por eso cada vez que iban a ver al Kan se engalanaban con todas las joyas que podían llevar, pues nunca se sabía de qué humor podía estar el señor.
Un relato lleno de historias y anécdotas muy estilo «Mil y Una Noches» que escribí hace ahora 10 años cuando tuve la suerte de visitar este asombroso y exótico país con FEPET, la asociación de escritores y periodistas de turismo, y que me apetecía compartir en estos tiempos de Covid donde los viajes se están haciendo de rogar, un poco más de lo que pensábamos. Todas las fotos están sacadas por mi durante el viaje.